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viernes, 20 de mayo de 2011

WALDRICH, UN CABALERO ANDANTE

El viejo Waldrich, caballero andante y dedicado al ejercicio de su profesión, había nacido de una familia humilde, mas su educación aventajada y su tesón, frente a un resto, le llevó a situarse en ese mundo fantasmagóricamente lírico de dificultades, entuertos y sobresaltos continuos a los que poner remedio, con el raciocinio más que con su lanza y su espada.
Aunque su hacer era conocido, reconocido y valorado, otros portaban cintas en su estandarte y se llevaban honores. Su justo temperamento chocaba con los sinsabores de una sociedad que valora actitudes pero premia intereses. Miles de justas avalaban su dedicación plena e íntegra.
El poder nunca fue un vicio para él, su caballo no era el más hermosos de los corceles ni de un color deslumbrante y, su damas veneradas, no eran de las más alabadas.
Su frente le había sido coronada en múltiples ocasiones con hojas de laurel y ello le agradaba, engrandecía su quehacer; mas las coronas de oro, plata y diamantes eran portadas por los otros, siempre por otros. No deseaba adulaciones; su hacer, en sí mismo, le proveía de todo lo necesario para sentirse orgulloso de lo realizado. Nunca entró en personalismos y, día tras día, cabalgó a lomos de su rocín en pos de corregir los sinsabores ajenos que hacía suyos. Dejaba al devenir su destino y su fortuna. Y su fortuna fue siempre mísera. Contaba con seguidores, aduladores y gentes de cualquier modo. Gentes que le contaban sus penas, que le rogaban y buscaban en él una solución, una defensa a ultranza de un derecho no percibido.
Su grandeza siempre consistió en la grandeza de la vida, del desazón justiciero, del ente supremo. Era un beneplácito resorte al propio mundo, frente a lo erigido como Torres de Babel.
Sus justas  se mancillaban por sus constantes enemigos; tal vez, amigos en el pasado. Había errado por tierras frías y calientes sin pena ni gloria; laureado, sí, mas sin oro, plata y diamantes.
Como el tiempo no perdona, su corazón y su alma fueron ajándose en el transcurso de su historia; y sus huesos fueron entumeciéndose; aún así, seguía en la brecha, en un no rendirse, en un no venderse ni al buen postor ni a la comodidad material de un descanso ganado. Nunca pidió clemencia.
En ocasiones, sus endurecidos músculos se inundaban de amargas lágrimas, pues se sentía solo. No se sentía en consonancia con su época, no se sentía parte del bullicio terrenal; sus sentimientos iban más allá y no encontraban donde cobijarse, mientras contemplaba nuevos amaneceres y nuevos atardeceres, en un cielo claro, limpio de impurezas, un cielo de dioses.
Tal vez, si sólo hubiese sido un vulgar campesino, si sólo supiese levantarse para moler el trigo o trasegar el vino, si se hubiese casado y hubiera tenido rollizos hijos que le ayudaran a laborar la tierra, si… tal vez, hoy, estaría sin pensamientos que le llevasen a la tristeza.
Conoció la vileza de la gente, una vileza que no tenía parangón pues festeja los horribles encarcelamientos del hombre ante intereses, partidismos, envidias, rencores,…
Nació niño y murió de una misma manera. La muerte lo encontró un día cualquiera y él dejó llevarse en esa estela de frío y agotamiento. Y murió, murió al mundo, a lo conocido, a lo terrenal. Los gusanos acabaron el trabajo.
Nadie ha transcrito su vida, sus hazañas, su actitud paladina, murió en el más estricto anonimato. Su tumba, sólo es visitada, en la primavera, por una desparramada vegetación agreste de la que succionan su néctar las abejas.

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