A veces, en el peregrinaje
por los caminos de la vida no todo es llano, lo hay también abrupto. Unos suben
las cuestas con brío, sin mirar atrás, respirando y expirando. Otros, mal
subimos resoplando, con la respiración entrecortada y el débil corazón no a
latidos, sino a caceroladas; el resuello en el alma y el alma diluida en un
finito sin definir, mirando al recuerdo, a la guinda que corona la terquedad de
una extinta dicha nacida y muerta a la vez.
Un aurea negra, bordada en
los límites, tamiza un periplo de vicisitudes correosas en tus labios y en tus
ojos, prestos a la infiel morraña que se te ofrece, la misma morraña que otros
manducan con indiferencia considerándola gran placer del paladar.
Los siglos pasan, pero hay
cuerpos caducos que debieran haber pertenecido a otra época y que no debieran
bailar en el más incongruente ritmo actual. Cuerpos que sienten el repentino
salivazo del ósculo de la muerte que los empitona repetidas veces, macerando en
el dolor un coro de almas blancas, de traslúcido pensamiento y endiablado
lirismo.
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