Mamá africana dirigió sus
cortos pasos hacia aquel pequeño almacén de ropa usada, importada por
voluntarias lechosas de una ONG europea que cada cuatro meses les visitaba, auxiliándoles
con aquellos presentes. Se acopiaría de
dos pares de zapatos para sus negritos, Abdul (sirviente del señor) y Elewa (de
buenas ideas).
Sólo quedaban dos pares,
los dioses la habían oído y habían permitido que sobre aquella mesa encontrase
la respuesta a sus ruegos, dos pares de zapatos, usados, claro está, pero de
muy buen ver, pues en el allí de donde los traían los compraban, los usaban,
los cambiaban por otros al gusto actual
y los entregaban de balde para los sufridos pies de los que tienen poco
o nada. Los atenazó con sus largos y oscuros dedos. el calzado era más bien
pequeño, más pequeño que los pies descalzos de Abdul y Elewa, pero eran de piel
de vacuno, la plantilla en su interior era casi nueva y la goma no estaba casi
nada gastada, mismas características para los dos pares; aunque eso sí, el
color era, cómo decirlo, apagado, desmesuradamente apagado para los gustos
africanos de un abundante colorido, los gustos de los habitantes de aquellas
tierras cercanas a la vez que lejanas, en donde algunos pocos de la aldea se
encontraban, después de una travesía incómoda y peligrosa.
Volvió sobre sus pasos.
Abdul y Elewa salieron a esperarla y se los quitaron de las manos, no dándole
tiempo a enseñarles el obsequio; la impaciencia ya formaba parte de la vida en
la aldea.
Tanto Abdul como Elewa los
encontraron pequeños, pero mientras Abdul intentaba que de algún modo y manera
encajaran en sus doloridos pies por momentos, Elewa declinó su interés y
desistió en pretender calzárselos y soportar el suplicio de su reducido y
carente de color par de zapatos. Abdul consiguió mal introducir su pies, sus
dedos parecían jugar a irse cada uno a un espacio, a la vez que se retraían y
doblaban doloridos ante la escasa anchura. ¡Todo sería acostumbrarse, dar tiempo
al tiempo, pues dicen que el tiempo lo cura todo! (a Abdul se le agarrotaron
los dedos, una malformación que trastocó su equilibrio motor)
Mamá africana, ante la
actitud de Elewa por no insistir en lograr calzarse aquellos zapatos (usados,
claro está, pero de muy buen ver, pues en el allí de donde los traían los
compraban, los usaban, los cambiaban por otros al gusto actual y los entregaban de balde para los sufridos
pies de los que tienen poco o nada; zapatos que los dioses, al escuchar sus
ruegos, habían protegido, sobre aquella mesa, junto a los de su hermano),
reunió todos sus pareceres en uno solo y
le descargó un contundente apellido:
- De-sa-gra-de-ci-do.
Su hijo padecía de la insana ingratitud de los que pretenden y no se conforman
con cualesquier cosa; Elewa no valoraba lo suficiente aquello que se le
ofrecía, pequeño sí, pero existente; sus reflexiones y su negativa tenían
pigmentos populistas, según los más sabios.
(Elewa siguió jugando con sus pies
descalzos, de duras callosidades y agrietados, y con el desapego a lo que no le
auxiliaba)
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