Camino
sobre blancos pergaminos sin firma, sin un futuro acentuado. Mis pasos ya no
suenan.
El
negro alquitrán absorbe el golpeteo de
mis tacones. No estoy descalzo, pero siento la tibieza del suelo. Ventanas de
cristales, aterciopelados con el fragor de la cotidianeidad, se asoman a una
luna revalidada en la renegrida atmósfera. Se repiten en mi extenso recorrido.
El
fresco de una tarde-noche peregrina en mis ojos, a sabiendas de la ausencia de
ardentía, por la pubescencia extraviada. Ataviado de lánguidas luciérnagas,
esquivo el desenlace del espacio accidental. Me muevo a compás de una nana
desvirgada del verso, acompañado de una indumentaria pretérita de romanticismo
trasnochado, febril. Ruidos de coches, ruido de calefacciones, televisiones
enganchadas a una red de estereotipos. Ruidos y luces ocultan mi estampa, una
sombra que mora en la incandescencia de un destino burlón. En el adoquinado, queda el ingrávido roce de
las suelas de mis zapatos, una horma frecuente en el avispero de taciturnos
paseos arrinconados al estrecho crepúsculo lascivo y sexual. Negra noche.
Firmamento extraviado, sin amarillos chinescos. Nostalgias. Sueños.
Irrealidades. Lujurias. Desamparada codicia de bienandanza. Una laguna
atmosférica de cansinos trinos de un alborecer no advertido. Y un codicioso
frío interpela mi necedad. Sólo un dios verdadero. El transcurso de la vida a
la muerte.
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