En cierta ocasión, cierto
individuo de cierto cargo público alardeaba de poseer un paladar capaz de
saborear y declarar la belleza del mejor vino. Hoy, el protos; ayer pudo ser el
Ribera del Duero, como anteayer el Rioja. El febril esnobismo es quien orienta
su necio consejo y necia sentencia. Cierta anfitriona abrumada de tanta
sapiencia engañosa del mencionado individuo penetró en la cocina, abrió la
nevera y llenó un vasito del vino del tetrabrik que tenía abierto, un vino de
granel, de función “colorear la comida”. Y lo aderezó con alguna especie
culinaria, como cuando se necesita engañar al paladar ante un guiso sin sal. Le
mostró al invitado el vaso del vino preparado como vino añejo de excelente
calidad, salido al mercado con denominación de origen. El individuo lo tomó con
dos dedos de su mano derecha, meció el contenido salpicando por su mala
destreza, se lo asomó a los orificios de sus napias, inspiró profundamente,
sorbió un algo entre sus bigotudos labios y… ¡Excelente! ¡Un vino excelente!
¡Un vino de calidad! ¡Un buen vino de mesa! (¿Esnobismo, soberbia, cortesía?)
¡Qué de muchos halagos salpicaban el aire de la tarde!
A veces, y no son
excepciones, en nuestro deambular de aquí para allá, topamos con individuos que
venidos de menos a más, pretenden sentirse más que los demás, pues lo vulgar no
es comunión para ellos. ¡Necios diría yo!
¡Cuánto falso cicerón de la
vida que expone su escasa personalidad y conocimiento como ideal a posibles
imitadores!
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