Alonso
Quijano perdió el entender por las letras impresas. Creyó que su destino estaba
orientado a ser un caballero andante y buscar un cambio, una vida que deseaba.
Y romper entuertos. Y se dispuso a ello. Una locura.
Entre
los aperos, encontró una armadura oxidada por el tiempo que valdría a sus propósitos; una vacinilla de barbero para su testa. Montó
en un caballo famélico, Rocinante, para correr las soñadas aventuras, un
caballo hermoso que le conduciría por
esos pagos de Dios en busca de fortuna.
Y
se enamoró. Su princesa, Dulcinea del Toboso, Aldonza Lorenzo, una criada, una
mujer del pueblo alzada a lo más alto; a la cual, entregar su más grande dicha,
su corazón, sus pensamientos.
Si
hoy Alonso Quijano viviese, su realidad, aunque distinta, seguiría el mismo
camino. WhastsAppearía con su moza, se
intercambiarían imágenes, tal vez en pijama, tal vez limpiando la casa,
planchando, cocinando, en la cama, en el autobús camino de… Fotos en la galería
que serían la reliquia de un amor deseado. Hasta podría crear una película con
ellas, ponerle música y escribir unos versos de adoración. Hablarían de un
posible retoño y de su futuro universitario. Conceptualizarían un futuro común,
una colaboración en tareas de la casa. Y las dádidas podrían ser un anillo, una
pañoleta, una pulsera,…y muchos cariños y muchos te quiero.
Sancho
Panza, un campesino venido a escudero, le acompañaría en sus fortunios e
infortunios. Un garrulo analfabeto de pueblo que, en la ínsula Barataria, llegó
a crear sentencias de juicio al más estilo salomónico.
Alonso
Quijano vagabundeo en un ir y venir por las tierras que prometían encuentros
magníficos con gigantes y malas bestias, solo con el deseo de enfrentarse a
ellos y hacerles hincar la rodilla en el suelo, ante su valía y por ser el
valedor de altos pareceres.
Aquellos
molinos de viento no le arrugaron, pero el viento corría en un sentido distinto
al deseado. Se enfrentó a ellos y fue descabalgado, cayó al suelo, heridas sus
carnes, pero no su deseo y su intrepidez. Un desafortunado incidente que no le
haría renegar de su interés.
La
locura de Alonso Quijano. Una locura graciosa, una locura de chiste para
algunos. ¿Realmente su locura no iba más allá de la sonrisa? ¿Locura dramática?
¿Locura trágico-cómica? ¿Locura de esperpento?
¿Aquel
rebaño de borregos que levantaba el polvo seco del camino era la realidad de
una sociedad donde el rebaño sigue al pastor, a un líder que establece los
caminos según ciertos criterios, los suyos? ¿Es absurdo y rocambolesco, es
buscar tres pies al gato? ¿Rocambolesco y desentonado es este parecer? Difícil
es ahondar en el subconsciente, abstraernos a la realidad cotidiana, abandonar
la naturaleza simple que dominaba la vida de cualquiera de los Alonso Quijano.
Difícil es ir a un más allá de la presteza del individuo en dificultar el
sueño, la razón y la voluntad quebrada. Pues, al final, solo queda esa voluntad
quebrada ante injusticias, racismo, machismo, diversidad de voluntades,
creencias,… ¿Qué ofrece la presunta lucidez del humano?
Ser
quijote era su nuevo ideario; pero, el quijotismo no está en consonancia con la
felicidad. La amargura incitada por el menosprecio y la decepción postergó a
Alonso Quijano en la cama, a expensa de la muerte. Su cuerpo vapuleado. Las
dolencias físicas no son importantes. Un ibuprofeno, un nolotil, un mejunje te
atempera el dolor, mas cuando el sentimiento, la pasión,…, esas palabras
abstractas que no forman parte de la percepción sensorial de esos escasos cinco
sentidos, son tocadas por la angustia de un dolor visceral…muere el alma sin la
compasión de los presentes. Es algo permeable ante la ridiculez de los
inscritos en la sensatez más insensata.
Su
princesa ya no era su princesa, los molinos ya no eran gigantes, el rebaño no
era un ejército. La mala bestia no pululaba en su locura, radicaba en el vivir
dentro de la sana insensatez. Los límites de las presuntas verdades
obstaculizaron su frágil sentir, pues, a pesar de la profundidad del
sentimiento, éste es quebradizo por las voluntades estereotipadas de…familia,
vecinos, criados,…consejeros del desprecio.
Un
psiquiátrico le podría haber esperado en los tiempos actuales, una casa de
reposo a su locura. O, tal vez, si el diagnóstico fuera de demencia senil, una
residencia donde contemplar la tristeza de una realidad amparada en subterfugios
y hábitos que condicionan el ser dentro de los límites permisivos a la ilusión.
De fondo, el ruido de una tele encendida. Y, en la mesilla, al lado del catre,
la foto de la que pudo ser y no fue, su Dulcinea. Un recuerdo. Una ilusión. Una
pasión. Una vida descastada a lo lejos, más allá del quicio de la ventana sin
alfeizar, más allá de infinito, más allá del cúmulo de ladrillo visto. Una
lágrima, dos lágrimas, tres lágrimas, varias lágrimas en su alma destrozada. Un
penar.
Murió
acompañado de un cura que le ungió el sacramento de la muerte, no le mataron
los molinos. Su cuerpo enterrado, su alma incinerada.
Las plañideras ocultaron la verdad de su
soledad.
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